8 de Diciembre en el Vecindario
Cambia, todo cambia en esta vida, dice el dicho que lo único permanente es el cambio y el día de la madre no es la excepción. Dos comentarios que escuché esta semana me removieron los recuerdos y me fui hasta mi infancia en la vecindad.
El “maestro” Rubén Blades, coetáneo conmigo, mantiene fresco el recuerdo de sus años en el barrio y decía que uno creció con muchos maestros y con muchas mamás; todos los del barrio y esto es muy cierto. Por otro lado, un comentarista mencionaba que cuando creció, él le regalaba en el día de las madres, no solo a su mamá, sino a sus tías, primas y hasta las vecinas; que no sabía cuánto dinero gastaba, pero a todas compraba un regalo y una tarjeta.
A mi mente llegaron los recuerdos de mis vivencias en la vecindad, donde crecí y los comparto con ustedes:
El día de la madre era una fecha fija, importante y uno se preparaba para ello a lo largo del año; cuánto podría guardar, era muy relativo, pero B/.100.00 era una meta casi superlativa. Hay que resaltar que el consumismo no se había incrustado en la sociedad; la televisión no existía, así es que las propagandas por radio no surtían el efecto de hoy día.
El día 6 y 7 de diciembre era la fecha para que la muchachera de vecindad saliera a recorrer la Ave Central y con su lista de compromisos, explorar las posibilidades de regalos. Los almacenes más visitados según el presupuesto disponible eran: en Calidonia El Standard, American Supply en calle J, todas las tiendas de indostanes (para pañuelos finos); en la central el almacén Quinta Avenida, Wong Chang, El Corte Inglés y en Santa Ana El Panazone, Casa Zaldo, Bazar Francés y El 5&10, pasando por salsipuedes. Para qué mencionar otros almacenes como el Bazar Español, etc., donde todo el presupuesto no alcanzaba para un solo regalo.
El presupuesto debería alcanzar para los regalitos de casa (mamá, abuela, tías) y las principales mamás del patio y si no alcanzaba, debía salir aunque fuera una tarjeta. En mi caso, yo tenía la habilidad para el dibujo y pintura, así que personalizaba tarjetas para: la chomba Elena, la tabogana Gilda, las darienitas Sra. Teresa y Sra. Ana y para la Sra. Juana: hasta para la mamá de algún amigo de la calle.
Como siempre he dicho, en la vecindad, todos teníamos un origen diferente, lo único que nos unía era la pobreza y las ganas de surgir. Quizás por eso convivíamos tan bien, hasta que uno a uno fuimos saliendo y gracias al estudio, cambiamos de vida.
Otra cosa que nos unía era la fe católica y el día 7 de diciembre, todos los muchachos (chicos y grandes) tenían que confesarse para poder comulgar el día 8 de diciembre en misa, ya fuera de 7:00 ó de 8:00 a.m. Las colas en las iglesias eran inmensas, pero todo eso era parte de una aventura grupal.
Las serenatas, eso era toda una historia. A nadie se le ocurría llevar una serenata de día de la madre con mariachis. Serenatas eran con “cuerdas” y cualquier otro instrumento musical, acorde con el grupo; y desde luego, las voces de los cantantes. Las personas con algo más de recursos contrataban a grupos profesiones de trovadores, pero si no, tenía la opción de reunirse con dos primos, el tío y un amigo, que podían formar un grupo de trovadores y a la salida del trabajo, se compraban una botella de seco, se reunían en el parque para afinar la garganta y practicar las canciones. A las 10 de la noche, la botella se había acabado y el grupo se escuchaban más afinado que el trío Los Panchos y salían a dar serenatas a las madres que tuvieran la mala suerte de ser las elegidas.
En la vecindad, si había niños de primera comunión, se repartía desayuno de chocolate, chicha y emparedados en pan de molde con queso amarillo y jamón. En la tarde habría que ir a la procesión, mientras las mamás guardaban en la vitrina que había, en lo que ocupaba el espacio de una sala, el jueguito de té, los vasos de cristal policromados o copitas para coctel. Objetos que jamás utilizaría en su vida, pero que hasta el día de su partida conservaría, porque cada uno guardaría el recuerdo de un hijo que ya se hizo viejo, un sobrino que se fue lejos o un niño del patio que jamás ha vuelto a ver.
Ninguno de estos obsequios se compró porque lo anunciaban en ninguna red ni en ningún programa pagado que obligara a gastar. El precio de los regalos si se quiere era irrisorio, pero el valor era incalculable desde las tarjetas que se compraban a buhoneros o el telegrama que podías enviar a cualquier lugar del país a costo de 0.10, precio especial del día de la madre. No importaba la cantidad de palabras.
Cuánto hemos avanzado desde entonces y cuántas cosas se han superado, pero cuántas otras se han olvidado hasta llegar a lo que hoy se tiene.
Ing. Blas Morán
8 de diciembre de 2021
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